El miedo es una de las emociones más fuertes que se pueden experimentar. Psicológicamente, se ha logrado definir la función del miedo, el por qué de esta sensación y las consecuencias en el cuerpo humano. Así mismo, también se han logrado asociar traumas, fobias y otros episodios y condiciones desagradables producto de alguna situación que provocó un miedo intenso en algún punto de nuestras vidas, fuese a la edad que fuese, aunque tiende a tener un mucho mayor impacto en la infancia y en la adolescencia.
En un principio, el miedo era un buen método para que nuestro cerebro nos hiciese saber que algo potencialmente peligroso podía suceder o estaba sucediendo. Es normal, por ello, tener cierto miedo a las alturas, a las serpientes, a la noche, a las arañas, a los insectos en general, al mar, a los lugares confinados y poco ventilados, etc. Esto es razonable, ya que muchos insectos son venenosos, las arañas también poseen veneno y una mordedura bastante desagradable en muchos casos. Las serpientes también son potencialmente mortales para el ser humano, las alturas también pueden dañarnos, etc.
El miedo servía, en última instancia, para preparar al cuerpo para dos cosas principalmente: para huir de aquello que produce el miedo o bien para confrontarlo físicamente. Para ello, en cuanto se siente el miedo, el cuerpo comienza a liberar adrenalina, lo que acelera el ritmo cardiaco. Al hacerlo, los músculos se sobrecargan de oxigeno, lo que favorece que, de ser necesario, dispongamos de un “extra” de fuerza que puede ser liberado en un santiamén.
La contraparte es que, para la psicología, un episodio de miedo intenso puede provocar después una fobia. Por ejemplo, si un perro nos muerde, podemos después tener aberración por estas nobles criaturas, pensando que todos representan un peligro, cuando que casi nunca es así.