Trastorno negativista desafiante, por oposición. Descripción, diagnóstico, causas, evaluación y tratamiento.

Abr
29

1- Introducción

No resulta extraño encontrar conductas desafiantes o de oposición a lo largo de un ciclo evolutivo “normal” de cualquier niño. En la mayoría de los casos, si no existen factores de riesgo añadidos, la propia educación de los padres y demás agentes socializadores (escuela, etc.) suelen reconducir estas manifestaciones hacia conductas normalizadas.
Sin embargo, hay un grupo de niños en los que esta conducta es perseverante en el tiempo y presenta una magnitud o forma que no se corresponde con lo esperado por su edad o cultura. Es, entonces, cuando podemos estar delante de un trastorno clínico.

La conducta de oposición puede tomar diferentes formas, desde la pasividad extrema (no obedecer sistemáticamente mostrándose pasivo o inactivo) a sus formas más extremas, es decir, verbalizaciones negativas, insultos, hostilidad o resistencia física con agresividad hacia las figuras de autoridad, ya sean los propios padres, maestros o educadores.

La conducta desafiante y de oposición de inicio temprano suele ser persistente y puede ir asociado a diferentes tipos de patología infantil y adolescente. En la adolescencia y posterior vida adulta, el niño con antecedentes negativistas u oposicionistas es un claro candidato a desarrollar un trastorno de la personalidad antisocial si no conseguimos regular antes estas manifestaciones.
En definitiva, siguiendo a algunos autores (Barkley, 1.997): “La presencia de conducta desafiante por oposición, o agresión social, en niños es la más estable de las psicopatologías infantiles a lo largo del desarrollo y constituye el elemento predictor más significativo de un amplio conjunto de riesgos académicos y sociales negativos que el resto de las otras formas de comportamiento infantil desviado.”

Por todo ello, no se trata de un trastorno más, sino uno de los problemas de conducta clínicos más serios en niños. De no abordarse de forma rigurosa y eficaz, condena a quien lo sufre a una probable carrera de problemas sociales, legales y de marginación.

2- Descripción del trastorno

El DSM-IV-TR (APA, 2.000), define el Trastorno desafiante por oposición (TDO) como “un patrón recurrente de conducta negativista, desafiante, desobediente y hostil hacia figuras de autoridad que se mantiene por lo menos durante seis meses.”

Los comportamientos negativistas y desafiantes se expresan por una terquedad persistente, resistencia y mala tolerancia a las órdenes, negativa a comprometerse, ceder o negociar con adultos o compañeros. Igualmente hay una tendencia deliberada a sobrepasar los límites o normas establecidas, aceptando mal o culpabilizando a otros de sus propios actos.
La hostilidad puede dirigirse hacia las figuras de autoridad pero, también, hacia los compañeros. Se manifiesta molestando deliberadamente a los otros sin causa aparente o por motivos insignificantes. En estos episodios suelen aparecer insultos o palabras despectivas hacia las otras personas pero sin llegar aún a la agresión física. En el caso que se supere este umbral y se produzcan conductas abiertas de agresión a otro, estaríamos, probablemente ante un trastorno disocial.
Como señala el DSM-IV-TR: “Los comportamientos perturbadores de los individuos con un trastorno desafiante por oposición son de una naturaleza menos grave que aquellos individuos con un trastorno disocial y normalmente no incluyen agresión hacia personas o animales, destrucción de la propiedad o un patrón de robos y engaños.”

Pese a que puede darse una evolución desde el TDO en la infancia hacia un trastorno disocial en la adolescencia, ambos trastornos se consideran independientes a pesar de que existe entre ellos un evidente solapamiento y una relación evolutiva y jerárquica.
Los síntomas del TDO, suelen ser más evidentes en las interacciones con personas a quienes el sujeto conoce bien (familiares, compañeros, etc.), por lo que pueden no manifestarse durante la exploración clínica. Por otra parte, los sujetos con este trastorno suelen no considerarse a sí mismos negativistas o desafiantes, sino que justifican su comportamiento como una respuesta a exigencias o circunstancias externas no razonables.
Debe tenerse en cuenta, pero, que el diagnóstico de TDO no debe hacerse si los síntomas ocurren exclusivamente durante el transcurso de un episodio psicótico o del estado de ánimo.

Destacar, también, que el TDO presenta una alta comorbilidad con el T.D.A.H. Las directrices del DSM-IV, especifican que debería considerarse este diagnóstico cuando las conductas de oposición son secundarias a los problemas de falta de atención e impulsividad.

3- Criterios diagnósticos del TDO según DSM-IV:

A) Un patrón de comportamiento negativista, hostil y desafiante que dura por lo menos 6 meses, estando presentes cuatro (o más) de los siguientes síntomas:
1) A menudo se encoleriza o incurre en pataletas.
2) A menudo discute con adultos.
3) A menudo desafía activamente a los adultos o rehusa cumplir sus demandas.
4) A menudo molesta deliberadamente a otras personas.
5) A menudo acusa a otros de sus errores o mal comportamiento.
6) A menudo es susceptible o fácilmente molestado por otros.
7) A menudo es colérico y resentido.
8 ) A menudo es rencoroso o vengativo.
B) El trastorno de conducta provoca deterioro clínicamente significativo en las actividad social, académica o laboral.
C) Los comportamientos en cuestión no aparecen exclusivamente en el transcurso de un trastorno psicótico o de un trastorno del estado de ánimo.
D) No se cumplen los criterios de trastorno disocial, y, si el sujeto tiene 18 años o más, tampoco los de trastorno antisocial de la personalidad.

4- Aproximación a las causas

Como ocurre en la mayoría de los trastornos clínicos, no existe una etiología clara y que explique de forma inequívoca el T.D.O.
Parece razonable pensar, y así lo demuestran algunos estudios, que podrían estar implicados diversos factores. Entre ellos destacan los que sitúan el peso en la naturaleza de los primeros intercambios recíprocos que se producen entre el niño y los adultos significativos de su entorno, en especial, los padres y otras figuras con autoridad (maestros, etc.). De esta forma, cuando los niños actúan de forma desafiante, oposicionista, negativista o agresiva hacia sus padres, dicha conducta puede suponer consecuencias positivas inmediatas para las partes. Por un lado, terminan las demandas y la coacción (hacia los padres) y supone la obtención de algo deseado por el niño. El resultado es que estas conductas se fortalecen y entran en una escalada de frecuencia y magnitud en su ocurrencia.

Respecto a las variables de los padres, la inmadurez, la falta de experiencia con respecto a la educación o unos modelos coercitivos y violentos suelen estar presentes en las familias de estos niños. También se señalan, los conflictos maritales (en especial si hay malos tratos), la labilidad emocional, la depresión materna y presencia de psicopatología parental.
Otro factor de riesgo relevante en los trastornos negativistas, oposicionistas y agresivos, en general, es el del abandonamiento del niño en la primera infancia por parte de los padres. Los lazos afectivos(apego) no establecido en las primeras etapas del desarrollo constituyen un elemento desestabilizador del temperamento infantil incipiente. Ello unido a una vulnerabilidad genética (historia de enferemedad mental en la familia biológica) podría explicar gran parte de la sintomatología.
Así, pues, las familias desestructuradas que viven en entornos empobrecidos y de marginación social suponen un riesgo añadido para los niños que viven en ellos, si bien, el trastorno puede darse en cualquier estrato social.

Finalmente, respecto a la influencia de factores genéticos, antes apuntados, destacar que algunos estudios en hijos adoptivos y gemelos han concluido que el riesgo de desarrollar un trastorno de conducta aumenta en la descendencia de padres con historia previa de trastorno disocial de la personalidad. Se habla también de una vulnerabilidad cromosómica ya que se ha relacionado la conducta violenta con anomalías cromosómicas XYY y XXY, pero no todos los individuos con estas alteraciones presentaban dichas conductas.
Por otra parte, su mayor prevalencia en el grupo masculino, hizo pensar a muchos investigadores su posible relación con los niveles de testosterona. Si bien existe esa relación, no ha podido establecerse en niños prepúberes.
A nivel neurológico parece que se da un déficit serotoninérgico y noradrenérgico lo que se traduce en una respuesta psicológica deficiente a los estímulos aversivos y, por tanto, una disminución de la habilidad para aprender a impedir la agresividad.

5- Evaluación

La evaluación a nivel psicológico del T.D.O. comprende distintos instrumentos con el objetivo de cribado diagnóstico, determinación de la gravedad de las manifestaciones conductuales y poder establecer una línea base sobre la que comparar los resultados de una posible intervención.
Evidentemente debe comprender medidas del funcionamiento del niño en su medio natural, es decir, casa, escuela, etc. A tal efecto son necesarios cuestionarios específicos para padres, maestros y, también, según la edad del niño, los autoinformes.
Algunas de las escalas más aplicadas son:
CBCL (Child Behavoir Checklist de Achenback y Edekbrock). Los autores la ofrecen desde su página ASEBA (Algunos de los cuestionarios disponen de formato en español, si bien, los baremos pertenecen a población hispana en EEUU).
Escalas Conners. Contienen escalas de evaluación para padres y maestros.
BASC. Sistema de evaluación de la conducta en niños y adolescentes. Comprende diferentes escalas para padres, maestros y autoinformes en edades comprendidas entre 3 y 18 años. Estas escalas son comercializadas por TEA Ediciones y disponen de baremos españoles.

Quizás uno de los puntos más delicados de la evaluación es el de determinar si el niño presenta los criterios necesarios y/o suficientes para el diagnóstico. Hay que recordar que este trastorno presenta alta comorbilidad con otros trastornos de la conducta y con el TDAH.

6- Tratamiento

Pese a que la mayor parte de los estudios publicados, respecto al tratamiento del trastorno que nos ocupa, se han centrado en las técnicas conductuales y/o cognitivo-conductuales, no disponemos de resultados concluyentes al respecto, si bien, están documentadas mejoras sustanciales respecto a la situación de no tratamiento o placebo.
La dificultad de establecer unas líneas generales de intervención reside en el hecho de que en el origen del problema confluyen, con frecuencia, diferentes factores de riesgo con distinto peso en cada individuo.

Debemos avanzar desde unos principios generales hacia una perspectiva más individualista que nos haga entender las circunstancias especiales, únicas, que generan las respuestas particulares de cada caso.
Los grandes ejes que tenemos que valorar, antes de intervenir, comprenden desde los antecedentes de salud mental de los padres biológicos, los estilos educativos y de relación en el seno de la familia, y la consideración de factores sociales de riesgo pasados y presentes (familias desestructuradas, entornos marginales, abandono o desatención en la infancia).
La gravedad y manifestación del trastorno será función directa de la presencia de los diferentes factores de riesgo. Cuantos más elementos se sumen, más difícil será su tratamiento y peor el pronóstico.
Muchas veces, el terapeuta no podrá cambiar algunos de los factores externos que inciden sobre la patología, pero sí puede modificar la forma en que el sujeto los percibe y responde ante ellos, en especial si cuenta con el apoyo de los padres.

Desde el enfoque cognitivo-conductual, las estrategias de elección para el tratamiento, incluyen una doble vía:
a) Entrenamiento de padres
b) Intervención con el niño

a) Entrenamiento de padres
Es evidente que los primeros en padecer las consecuencias del trastorno son los propios padres. El malestar que se genera suele ser importante y se consolidan métodos de interacción coercitivos o negativos. No es de extrañar, pues, que parte del tratamiento se dirija a proporcionar recursos a los padres para regular y atenuar toda la sintomatología disruptiva.
El entrenamiento no tan solo comprende la enseñanza de estrategias para controlar las conductas negativas sino también de reforzar las positivas. En definitiva, se trata de aprender a ser más eficientes con el niño desarrollando nuevas habilidades y eliminando los métodos ineficaces.
Puede ser necesario también, en algunos casos, proporcionar recursos a los padres para mejorar la vinculación con sus hijos (ver: Trabajando la vinculación afectiva con nuestros hijos).

Uno de los programas modelo para el entrenamiento de padres es el desarrollado por Barckey (1.997) denominado: “Niños desafiantes: Manual Clínico para la evaluación y entrenamiento de padres”.
El programa de entrenamiento se estructura en 10 pasos y comprende una lista de objetivos, materiales necesarios, un esquema de los procedimientos y tareas para casa.
Según estudios efectuados, el programa de Barckley sería más efectivo cuando los padres lo aplican a niños de entre 2 y 12 años que no tienen problemas graves de agresividad.
Una de las ventajas de estos métodos estructurados es que pueden ser enseñados colectivamente a un número determinado de padres con lo que los costes se reducen.

b) Intervención con el niño
La intervención individual con niños pretende enseñarles habilidades cognitivas para que sean capaces de gestionar sus emociones y afrontar situaciones difíciles. Este entrenamiento puede llevarse a cabo individualmente o utilizando pequeños grupos.
Los procedimientos utilizados incluyen instrucciones, modelado, representación de papeles, ensayo de la conducta, retroalimentación y refuerzo positivo. También suelen incorporarse estrategias de autoinstrucciones verbales y de la solución de problemas.

Hay que tener cuenta, pero, que uno de los retos más importantes durante y después de la terapia, será que los niños entrenados en estas técnicas sean capaces de generalizarlo o aplicarlo en el ambiente exterior. Para asegurar el éxito de su aplicación externa, conviene incluir en el programa de tratamiento, la práctica en vivo (Kazdin, 1.990). Se trata en definitiva de motivar al niño para que utilicen sus habilidades recién adquiridas en situaciones de la vida real. Para ello deberemos contar con la complicidad y ayuda de los padres, el propio terapeuta y de otras personas externas. Es importante asegurar unos primeros éxitos para mantener un buen nivel de motivación en el niño y su interés para seguir intentando aplicar recursos alternativos a los que le han creado problemas.

Según el caso, podemos intentar también complementar la intervención con técnicas de Relajación.

 

Fuente: psicodiagnosis.es

 

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